Sana la relación con tu cuerpo

por Revista Hechos&Crónicas

Solo 2% de las mujeres en el mundo se siente feliz con lo que ve en el espejo. Si usted siente que no se ama lo suficiente, en este artículo encontrará la forma de verse con otros ojos.

Alguna vez leí en un libro sobre desórdenes alimenticios, que la mayoría de los adultos con sobrepeso son personas que en su niñez sufrieron algún tipo de humillación o abandono y que su forma de lidiar con ese sentimiento, aun presente, es teniendo una extraña relación con la comida y con sus cuerpos. No recuerdo si esta afirmación tenía un fundamento científico o algún tipo de estudio, seguramente sí. Pero esto nos lleva a reflexionar sobre lo que ocurre realmente en nuestra relación con el propio cuerpo, no solo con la comida, sino con la forma en que nos percibimos.

Cuando consumimos algo que nos hace daño, el cuerpo mismo se encarga de expulsarlo y aunque a veces sentimos que vomitar puede ser síntoma de enfermedad, realmente nuestro cuerpo se está desintoxicando. Ocurre lo mismo con lo que entra a nuestro corazón. Cuando nos enferma, necesitamos sacar esa amargura que traemos para permanecer sanos, de lo contrario lo que haremos será sencillamente envenenarnos y dañar lo que somos de adentro hacia afuera. Lo que pasa es que esa “desintoxicación” no podemos hacerla solos.

Un tema que atormenta a la mayoría de las mujeres

Las mujeres vivimos peleando con la forma en que nos vemos y eso generalmente no viene simplemente de lo que está en el espejo, sino de aquello que no hemos sanado. Las cosas que hemos vivido repercuten en la forma en que nos relacionamos con nosotras mismas. De acuerdo con cifras de la Organización Mundial de la Salud, 98% de las mujeres no está conforme con su aspecto físico y 67% de las adolescentes piensan que deben perder peso, aunque solo 19% realmente necesita hacerlo.

Lo que ocurre es que no logramos tener una relación sana con nuestros cuerpos y con lo que somos, pues eso es lo que hemos aprendido. La Biblia dice que De lo que abunda en el corazón habla la boca. Lucas 6:45. Muchas veces hemos aprendido rudeza, nos falta bondad con otras personas y si es algo que vivimos de forma traumática, lo más probable es que no dejemos de amar a nuestros padres, hermanos o personas que nos hayan dañado, sino que distorsiones la forma de relacionarnos con nosotras mismas. No se trata solo de eventos fuertes en nuestras vidas, o mejor dicho, no solo de eso, sino de palabras o acciones que nos marcaron para siempre. La psicóloga clínica Diana Hernández asegura “muchas veces, cuando niños recibimos palabras de desaprobación o escuchamos conversaciones en las que los adultos nos tratan con irrespeto. Eso comienza a generar un rechazo hacia lo que somos, pensando que los adultos tienen razón y nosotros como niños no. Aunque al crecer no recordemos ese hecho con claridad, seguro sí recordaremos cómo nos hizo sentir y eso marcará un antes y un después en la forma de relacionarnos con nosotros mismos, en especial si no tuvimos un refugio familiar de contención y amor. Entre más fuerte el hecho, la herida que queda en el corazón es más profunda y dificulta una sana relación con lo que somos”.

¿Por qué ocurre esto? Porque el mundo nos ha enseñado que somos el valor que nos demos y que es importante amarnos a nosotras mismas primero para que los demás puedan amarnos y como no hemos aprendido desde pequeñas de dónde proviene nuestro verdadero valor, nos quedamos con esas experiencias e inseguridades sin sanar.

Nancy DeMoss Wolgemuth, en su libro Mentiras que las mujeres creen, toca el tema de la siguiente manera: “No nos corresponde a nosotras mismas asignarnos nuestro propio valor.  Tampoco experimentamos la plenitud del amor de Dios repitiéndonos a nosotras mismas cuánto merecemos ser amadas. Por el contrario, Jesús enseñó que salvamos nuestra vida cuando la perdemos. El mensaje de amor propio puede rápidamente lanzar una persona a una vía de infelicidad y soledad sin retorno.

Según las escrituras, la verdad es que sí nos amamos a nosotras mismas, y en gran medida. El mensaje de Jesús acerca del amor al prójimo y el amor propio no sugiere que necesitemos aprender a amarnos para poder amar a otros. Lo que Jesús dijo es que debemos dar a otros el mismo cuidado y la misma atención que por naturaleza nos damos a nosotras mismas.

Cada una de nosotras se preocupa continuamente por su bienestar, somos sensibles a nuestros propios sentimientos y necesidades, y siempre somos conscientes de la manera como las cosas y los demás le afectan. Por lo general, la razón por la cual nos ofendemos con tanta facilidad no es porque nos odiemos, sino porque nos amamos a nosotras mismas. Queremos ser aceptadas, apreciadas y que nos traten bien. A decir verdad, nos preocupamos mucho por nosotras mismas. Por consiguiente, lo que hace falta la mayoría de nosotras es aprender a negarnos a nosotras mismas, y poder así hacer lo que no nos resulta tan natural, que es amar a Dios y al prójimo.

Nuestro mal más común no es un bajo concepto de nosotras mismas, sino una imagen deficiente de Dios. Nuestro problema no es tanto una imagen pobre de nosotras mismas, sino una imagen pobre Dios.

Claro está que he conocido algunas mujeres cuyos espíritus han sido aplastados por padres, maestros, esposos u otras personas que las han tratado mal, las han ignorado, las han menospreciado, las han avergonzado, o piensan mal de ellas. Estas mujeres se sienten invisibles y sienten que no valen y nadie las ama. Puede que tú seas una de ellas… y si es así, debes saber tu sí importas y que eres profundamente amada y valorada. Sin embargo, yo sugeriría amablemente que lo que más necesitas no es aprender a amarte más a ti misma sino reconocer y recibir el increíble amor que Dios tiene por ti, y el valor que le otorga como mujer creada a su imagen.

A medida que creemos y recibimos el amor de Dios, podemos liberarnos de la victimización, la comparación con otras y el ensimismamiento. Entonces podremos convertirnos en canales por medio de los cuales su amor se comunica otros”.

Sanar el corazón, para sanar el cuerpo

A pesar de los muchos casos de insatisfacción que se ven, estamos en medio de una generación que está despertando y ha comenzado a darse cuenta de que los estereotipos no llevan a nada y busca derribarlos, concientizándose de que lo que importa va más allá de la imagen o la apariencia. Claro, todavía hay muchísimas personas vacías que miden a los demás con esos indicadores, pero existen otros más que han aprendido a despojarse de esto que no es tan importante.

Si hay algo por lo que deberíamos preocuparnos por tener, es gracia. La gracia que nos hace personas maravillosas, que “mata” el cuerpo, la cara y cómo nos vemos. La gracia que nos hace disfrutar la vida sin tanto misterio. La gracia que Dios derramó sobre nosotros. Pero para disfrutar de esa gracia, debemos comenzar por el principio… sanar (o iniciar) nuestra relación con Dios para que Él nos permita vernos con sus ojos. Para que veamos que lo que necesitamos no es amarnos más o menos, sino confiar en Él para sanar la relación con nosotras mismas y con nuestros cuerpos. Dios restaura primero nuestro corazón y nos hace libres de cualquier atadura relacionada con nuestra propia imagen.

Por: María Isabel Jaramillo – isabel.jaramillo@revistahyc.com

Foto: Unsplash

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