Desetiquetado

por Revista Hechos&Crónicas

Hace un año, mientras esquiaba en Colorado, le di instrucciones precisas a mis piernas para que giraran cuesta abajo, pero me desobedecieron. Choqué contra un árbol, rompí una de mis botas y el esquí, y me lastimé la pantorrilla izquierda. Fue extraño. Mi cerebro había dado órdenes, y las piernas sencillamente lo ignoraron.

Durante los siguientes meses aparecieron otros síntomas. Mi forma de caminar y mi postura cambiaron. Mi escritura, que ya era pequeña, se hizo incluso más diminuta y descuidada. Algunas noches tenía leves alucinaciones mientras dormía. Cometía más errores cuando mecanografiaba en un teclado. Mi penoso juego de golf se volvió aún peor. Le mencioné una posibilidad a mi médico de cabecera, quien me respondió: «Estás muy sano, Philip. No puedes tener la enfermedad de Parkinson». (Consigan siempre una segunda opinión).

Para cuando llegó el otoño de 2022, vivía como en un túnel del tiempo. Tareas simples como abotonarme una camisa me llevaban el doble de lo habitual. Me sentí como si un alienígena que se movía en cámara lenta y sin coordinación hubiera invadido mi cuerpo. Cuando otras personas comenzaron a darse cuenta, supe que tenían que hacerme un chequeo médico.

El mes pasado recibí la confirmación de un diagnóstico de Parkinson, una enfermedad degenerativa que interrumpe las conexiones entre el cerebro y los músculos. Comencé un tratamiento de dopamina junto con terapia física. Cuando comencé a informarles a unos cuantos amigos cercanos, temía que ahora hubiera adquirido una etiqueta nueva: no solo Philip, sino Philip-con-Parkinson. Así sería como la gente me vería, pensaría y hablaría de mí.

Yo quería reiterar: «Sigo siendo la misma persona por dentro, así que, por favor, no me juzguen por cosas externas como la lentitud, los tropiezos y los temblores ocasionales». De hecho, en protesta acuñé una nueva palabra: dislabeled [desetiquetado], en vez de disabeled [discapacitado].

Entonces, menos de una semana después de mi diagnóstico, la realidad se abrió paso a la fuerza. Como queriendo demostrar que nada había cambiado en realidad, decidí intentar jugar el nuevo deporte de pickleball, una especie de mezcla entre tenis y ping-pong. A los cinco minutos me agaché a por una pelota, tropecé y me caí hacia delante. El reflejo para parar mi caída llegó muy tarde y aterricé de cara contra el suelo.

Tras ocho horas de espera en una sala de urgencias llena de gente, me di cuenta de que no podía negar que me había unido al heterogéneo montón de personas heridas y discapacitadas que visitaron un lugar así un miércoles por la noche. Después de todo, no estoy desetiquetado.

Como si fuera una vista previa comprimida de la vejez, una discapacidad significa dejar ir cosas habituales que damos por sentadas. Así que en adelante haré algunos cambios. Nada de saltar de peña en peña en alguna de las montañas de más de 14.000 pies de Colorado. Nada de carreras kamikazes en bicicleta de montaña. ¿Patinaje sobre hielo? probablemente no. Y desde luego, ¡no más pickleball!

Un amigo que escuchó la noticia me envió una referencia del Salmo 71, que comienza con estas palabras: En ti, Señor, me he refugiado; jamás me dejes quedar en vergüenza.

Aunque el poeta escribió sobre circunstancias muy diferentes —asediado por enemigos humanos en vez de por una enfermedad neurológica— las palabras «jamás me dejes quedar en vergüenza» me impactaron. Otros salmos (como el 25, el 31 y el 34) repiten también esa frase extraña.

A la discapacidad parece acompañarla cierta medida de vergüenza. Hay una vergüenza innata en incomodar a otros por algo que no es ni tu culpa ni tu deseo. Y también cierta vergüenza en que algunos amigos bienintencionados reaccionan de forma exagerada: algunos te tratarán como si fueras una antigüedad endeble y terminarán tus frases cuando te detengas un segundo para pensar una palabra.

Aunque sigo experimentando solo síntomas leves, ya puedo anticipar la vergüenza de cómo estos podrían empeorar: babeos, lapsus de memoria, arrastre de palabras y temblores en las manos. Una señal de alarma: el otro día abrí un boletín de noticias y por error leí «Medicación diaria» en vez de «Meditación diaria».

«No me rechaces cuando llegue a viejo; no me abandones cuando me falten las fuerzas», añade el Salmo 71. Esa oración expresa la súplica silenciosa de todas las personas con discapacidad; un grupo que ahora me incluye a mí. Los CDC (Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, por sus siglas en inglés) calculan que el 26 % de la población de los Estados Unidos califica como discapacitada. Ahora que me he unido a ellos, intento pasar por alto los factores y mirar a la persona que hay dentro.

El primer mes de reconocimiento de mi discapacidad me volvió mucho más consciente de mí mismo, algo que puede ser bueno o malo. Tengo que prestar más atención a mi cuerpo y a mi estado de ánimo, sobre todo mientras me adapto a la medicación y descubro mis limitaciones físicas. Sin embargo, no quiero obsesionarme con una parte de mi vida ni dejar que la enfermedad me defina.

Admito que me encantaría que el Parkinson desapareciera mágicamente de mi vida. Montaría una hoguera de pastillas, cancelaría el pedido del bastón y desempolvaría mi equipamiento para escalada. Sin embargo, no tengo esa opción. En mi carrera de escritor he entrevistado a presidentes de Estados Unidos, estrellas de rock, atletas profesionales, actores y otras celebridades. También escribo perfiles sobre pacientes de lepra en India, pastores encarcelados por su fe en China, mujeres rescatadas del tráfico sexual, padres de niños con raros trastornos genéticos, y a muchos que sufren de enfermedades mucho más debilitantes que el Parkinson.

Al reflexionar sobre ellos esto es lo que destaca: con algunas excepciones, aquellos que viven con dolor y fracaso tienden a ser mejores mayordomos  de las circunstancias de su vida que aquellos que viven con éxito y placer. El dolor redimido me impresiona mucho más que el dolor eliminado.

Después de una infancia complicada, he tenido una vida rica, llena, maravillosa, con más placer y plenitud de la que jamás hubiera soñado o merecido y a mi omnicompetente esposa, que se toma mi salud y bienestar como un desafío personal. El Parkinson tiene un amplio espectro de manifestaciones. ¿Cómo debería prepararme?

Mi futuro está lleno de interrogaciones, y no estoy ansioso sin razón. Tengo unos cuidados médicos excelentes y el apoyo de mis amigos. Confío en un Dios bueno y amoroso que a menudo elige esas cualidades suyas a través de sus seguidores en la tierra.

He escrito muchas palabras sobre el sufrimiento y ahora he sido llamado a ponerlas en la práctica. Deseo ser un mayordomo fiel en este último capítulo.

Por: Philip Yancey. Uno de los autores cristianos más reconocidos de la actualidad. Sus libros han vendido más de 15 millones de copias en inglés y han sido traducidos a 40 idiomas.

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