Seamos amables con todos

por Revista Hechos&Crónicas

Por haber dicho que con los católicos hay que tener “convivencia en la diferencia”, algunos sectores evangélicos me han criticado. Por Dios, ¿no entienden qué significa convivencia? Convivencia -en este caso- no implica acuerdo ni, mucho menos, contubernio, puesto que se añade “en la diferencia”; y, aquí sí como decían los viejos, “juntos pero no revueltos”.

Lo que no puede hacerse, en unos países que ya tienen suficientes enfrentamientos, conflictos y guerras, disensiones y discordias, es trasladar a América Latina la anacrónica guerra de Irlanda entre protestantes y católicos como otro factor de perturbación.

Los cristianos debemos ser pacificadores y, aunque tracemos una línea divisoria bien clara con los católico-romanos, tenemos que convivir con ellos. Convivir es “vivir con”. ¿Acaso ellos viven en países distintos a los nuestros? Compartimos el mismo espacio, acatamos las mismas autoridades y sufrimos los mismos problemas, aunque no tengamos los mismos dogmas y las mismas creencias. Y ¿de qué manera se logra esto? Tal como convivía con los hititas el patriarca Abraham, por ejemplo.

Por último, frente a los demás sistemas propiciamos “tolerancia en la distancia”. Yo no puedo tener la misma clase de relación con un politeísta que con un agnóstico, ni el mismo tipo de contacto con un agnóstico que con un monoteísta. Los judíos y los musulmanes creen en el Dios de Abraham, son monoteístas como nosotros; pero, dentro del monoteísmo, mi relación tampoco puede ser igual con un musulmán que con un judío. Hay ciertas diferencias y graduaciones en el trato con las personas dentro de esas “empatías” espirituales; y, por eso, promovemos “tolerancia en la distancia”.

Es necesario mantener cierto trecho, más que nada con los practicantes de sistemas religiosos falsos; no es posible sostener el mismo grado de comunicación con los miembros de las diferentes creencias, aunque se debe ser amable con todos por igual. No es cierto que “todos los caminos conducen a Roma”. (Bueno, a Roma puede que sí, pero no a Dios). Respecto a este tema de la amabilidad, francamente debiéramos volver a la enseñanza sencilla de Agustín de Hipona en el siglo IV: En lo esencial, unidad. En lo no esencial, libertad y en todas las cosas, caridad.

Si entendiéramos y aceptáramos estas consideraciones tan sencillas, nuestra amabilidad crecería y seríamos seguidores más auténticos de Aquel a quien San Pablo describe como el máximo ejemplo de amabilidad conocido en la historia. Las instrucciones del apóstol tienen validez para todos los tiempos y, en cortos versículos, nos dan un marco teórico de la amabilidad:

Por tanto, si sienten algún estímulo en su unión con Cristo, algún consuelo en su amor, algún compañerismo en el Espíritu, algún afecto entrañable, llénenme de alegría teniendo un mismo parecer, un mismo amor, unidos en alma y pensamiento. No hagan nada por egoísmo o vanidad; más bien, con humildad consideren a los demás como superiores a ustedes mismos. Cada uno debe velar no sólo por sus propios intereses sino también por los intereses de los demás. Filipenses 2:1-4.

Amabilidad, fruto del Espíritu Santo que, al producirse en cada hijo de Dios, multiplica su semilla prodigiosa en los surcos de la sociedad para que esta produzca una gran cosecha jovial de seres humanos gentiles y respetuosos unos con otros. Soñemos con ese milagro de la productividad espiritual de Cristo.

Por: Darío Silva – Silva. Pastor, fundador y presidente de la iglesia cristiana Casa Sobre la Roca.

Foto: Noah Holm – Unsplash (Foto usada bajo licencia Creative Commons)

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