Mi nombre es Ana María Torres Pedraza, tengo 26 años y este es mi testimonio. Desde pequeña luché con la timidez, inseguridad y un sentimiento de soledad que no me explicaba por qué. Cuando mis padres me preguntaban algo frente a otras personas, yo no decía ni una sola palabra. Esto es común en muchos niños, pero en mí fue creciendo y cuando entré a la adolescencia me era muy difícil socializar.
Estudié en un colegio femenino hasta séptimo grado. Tuve una niñez muy feliz, gracias a Dios, sin problemas. Mi papá y mi mamá me amaron rotundamente, me protegían y querían que yo siempre tuviera lo mejor, estuviera segura, su amor siempre ha sido incondicional, pero yo sentía que me habían amado tanto, hasta el punto de que me estaban sobreprotegiendo y causando inseguridad.
Incluso en algún momento de mi adolescencia les llegué a echar la culpa de mi inseguridad y de esa personalidad con la que luchaba en silencio y no me dejaba socializar ni hacer amigos.
En octavo grado me cambiaron a un colegio mixto. Fue un impacto grandísimo. Yo no hablaba con los niños, ¡les tenía pavor! Tenía mucho miedo de lo que pensaran de mí. Y así pasó el tiempo.
Cuando conocí a Jesús, estaba en un tiempo de desierto, tenía 16 años, seguía luchando con la inseguridad, tenía problemas con mis padres en casa, sentía rabia contra ellos, injustamente. Pero Jesús, me respondió muchas preguntas, me enseñó a perdonar y me hizo sentir muy claramente que yo necesitaba ser limpia en mi interior. Más allá de agradarle a los demás y tener amigos, Él podía ser mi amigo incondicional y me daría lo más importante: esa identidad como hija de Dios que desde hace tiempo necesitaba cuando decía “tiene que haber algo más en este mundo”.
Era muy existencial, sentimental. Jesús me enseñó que eso no está bien, que ser romántico y regirse por los sentimientos y emociones no me va a llevar a ningún lado, su amor no es romántico sino verdadero. Comencé a sanar por dentro, Jesús me hizo caer en cuenta que yo no tenía por qué juzgar a mis padres por la forma en que me habían criado, que tal vez yo no estaba de acuerdo, pero que no tenía derecho a juzgarlos, y entendí que me estaban protegiendo y pude perdonar.
Creación admirable
Cuando llegué a Casa Sobre la Roca, al grupo de jóvenes, hice la oración de fe con mucha esperanza, con impacto porque el mensaje de Jesús me impresionó y sentí que era eso lo que yo había esperado cuando luché con depresión, con pensamientos de que la vida no tenía sentido y muchas mentiras que el enemigo había inculcado en mi cabeza y que yo había creído. Conocer a Jesús ha sido lo más maravilloso, me ha unido nuevamente a mis padres, me ha permitido amarlos tal como son.
Una de las cosas que me impactó muchísimo cuando empecé a leer la Biblia y a alimentarme de la Palabra de Dios fue el fruto del Espíritu Santo. Me pareció terrible porque yo estaba sintiendo todo lo contrario. Tenía rabia, desapego por la vida, no sentía paz ni tranquilidad, sufría de insomnio, no me sentía en ese lugar seguro, estaba en proceso, aun lo estoy. Vivía triste y sé que en algún momento como dice el pastor Darío yo era una “tristiana”.
Cuando hice mi oración de fe empecé a notar promesas con respecto a todos esos sentimientos que tenía como de sentirme tan inferior, tan poca cosa… Una de ellas es el Salmo 139:13-14. Así que comencé a anotar las promesas, a colgarlas en mi cuarto para los momentos en que me sentía triste. Jesús en vez de llenarme de cosas materiales o de experiencias terrenales, fue mi amigo para sanarme con sus palabras. Dios me dijo: “eres admirable, eres es una creación de un diseño mío y tú eres suficiente”. Cuando yo entendí eso, mi vida cambió por completo. Jesús es maravilloso y su amor perdura para siempre, nunca va a cambiar.
Eso fue muy importante porque recuerdo que en vacaciones me sentía súper deprimida, para mí era lo peor. Mis padres salían a trabajar y yo me quedaba absolutamente sola y pues claro, me gustaba hacer mis cosas, mis hobbies, pero no podía cruzar la puerta ni salir a nada. Sentía temor, que mi vida no tenía sentido, que nadie me conocía, estaba encerrada, no podía hablar con nadie. Cuando se acercaban las vacaciones sentía una ansiedad horrible. Pero eso no volvió a pasar. Si yo no hubiera sanado eso, si no hubiera conocido a Jesús, no sé qué hubiera sido de mí, porque siendo tan emocional, sensible e introvertida, incapaz de expresar lo que sentía, sinceramente no lo quiero imaginar.
Ahora que soy grande tengo más libertad, puedo salir, tomar mis decisiones, tener amigos, novio, etc. Pero esas cosas nunca van a llenar. Solo Jesús puede dar esa paz, sí tú crees ciegamente que Jesús te va a llenar, Él lo hará. Lo hizo conmigo y ya no sufro de inseguridad, intranquilidad, ni soledad.
Le pedí perdón a Dios por dejarme llevar por esas cosas cuando tenía un regalo tan maravilloso que es la felicidad en Él, la libertad y la verdad que es Jesús. En este momento tengo 26 años y le doy gracias a Dios por darme esa plenitud, esa seguridad, porque Él es mi lugar seguro.
Una prueba física
A los 17 años, pasé por una prueba durísima que el Señor Jesús me puso y hoy entiendo por qué.
Estaba en 11 y me hospitalizaron por una enfermedad huérfana en los pulmones, un neumotórax espontáneo. Es una cosa rarísima, que nadie se explica por qué pasa. Los doctores dicen que le pasa a las personas que se golpean el tórax y se les hace un huequito que dificulta la respiración porque los pulmones en sí por dentro no tienen aire, sino que se llenan y así mandan ese oxígeno al cerebro y a todo el cuerpo; pero eso le pasa personas que se han golpeado el tórax o a los deportistas que esfuerzan mucho sus pulmones, en cambio a mí no me había pasado nada, ¡yo ni salía!
Era una enfermedad genética, yo había nacido así. Otra lucha más, pensé, pero no cuestioné a Dios. Me hospitalizaron la primera vez por un mes. Fue un proceso muy doloroso porque me ponían un tubo de tórax por donde debe salir el aire que se entró en los pulmones, que los aprisiona y no permite respirar bien. Yo sí había venido con un dolor como un chuzo en la parte de arriba del pecho y no podía respirar bien, pero pasé largo tiempo antes de que me diagnosticaran, pensaba que era un espasmo o algo así.
Cuando llegué al hospital tenía un neumotórax del 70% del pulmón derecho y los doctores me decían “¿tú cómo ves así? Te ves perfecta, deberías estar morada porque no te entra el aire suficiente al cerebro”. Pero yo estaba normal, sí sentía un dolor muy feo y me agitaba subiendo escaleras o corriendo, pero estaba normal. No sé cuánto tiempo Dios me preservó, porque los doctores me decían asombrados que estaba respirando con un solo pulmón y debería estar asfixiada, en especial al dormir, pero yo no me sentía ahogada, en absoluto. Me decían “no sabemos por qué estás bien, pero necesitas un tratamiento ya”. Y yo decía “Señor, cuántas veces yo me he dormido y tú me has sostenido. Es increíble”.
Las hospitalizaciones
Pasé por un proceso de enfermedad y hospitalizaciones largas. Fueron cuatro años en los que cada vez que me dolía el pecho tenía que ir al hospital. Resulta que mi cuerpo genera unas bombitas en el pulmón que crecen por simple obra de la naturaleza, que al explotarse causaban el neumotórax en mis pulmones.
Me habían dicho es que esas bolitas podían crecerme en otro lado del cuerpo. Así fue. Me crecieron en un riñón. Ese fue otro proceso, la peor hospitalización porque me dijeron que tenían que sacarme un riñón, que de pronto era cancerígena esa bolita que me había salido.
Fue horrible porque tenía lo de los pulmones más lo del riñón. Fue difícil pero no se imaginan cómo Dios me sostuvo mientras estaba hospitalizada. Siempre he sido muy pegada a las alabanzas, pero cuando comprendí que la alabanza es algo que le agrada rotundamente a Dios. Yo cantaba en el hospital yo cantaba en mi mente canciones que me daban seguridad. Finalmente la masa que tenía en el riñón era benigna, así que no tuvieron que extraer el órgano.
Me hicieron bastantes cirugías dolorosas y básicamente todo el tiempo debía tener el tubo de tórax al costado y era doloroso. Mi cuerpo no asimilaba el medicamento para el dolor, y llegó un momento en que lloraba muchísimo, mis papás me apoyaron mucho, las personas de Casa Sobre la Roca también , el grupo de jóvenes, mis líderes, mis amigos el grupo de Timoteos, los pastores fueron a orar por mí al hospital varias veces, en fin. Tuve un gran respaldo.
Cada vez que me llevan a una intervención yo cantaba y decía “yo voy a salir de esto”, me aprendí versículos de memoria. Recuerdo la última hospitalización estaba un poco abrumada porque estaba cansada, de todo, de ese tubo que cada vez que entraba al hospital me metían a cirugía y me lo ponían. Yo odiaba ese tubo, era mi peor enemigo, porque dolía y además tenía una cajita que debía cargar como si fuera un bolso, pero ese tubo me sacaba lo que tenía dentro del pulmón.
¡Tengo que salir de esto!
En 2015 me dio el último neumotórax. Los médicos me habían dicho que debían hacerme una intervención muy compleja en la que debían rasparme el pulmón, podía perder mucha sangre, debían abrirme bastante el tórax, en fin. Era muy riesgosa y yo tenía miedo. Pero me fortalecí muchísimo.
Recuerdo que antes de la intervención me pegué un postit en el tórax con una promesa, un postit, en mi piel. Esa promesa está en Isaías 53:4: Ciertamente él cargó con nuestras enfermedades y soportó nuestros dolores.
Obviamente es un acto simbólico, pero como dice el pastor Darío, los actos simbólicos representan cosas espirituales. Yo me pegué ese papelito y creí y dije: “Dios mío, tú me vas a sanar de esto.
No voy a volver a ser hospitalizada por esto, porque esto es terrible, me pausa mis planes, mi vida. Dios, te lo ruego, te lo suplico”. En ese momento estaba en la universidad, había tenido que aplazar el semestre. En la primera hospitalización estaba en 11 y había tenido que ausentarme del último año del colegio.
No es que haya sido mi decisión sanarme, pero muchas veces uno en su cabeza necesita esa autoridad de regir su propio cuerpo con fe en Dios, no en uno ni en la fe misma, sino en quien todo lo puede, en quien tiene el poder que es Dios.
Me habían preparado mucho para hacerme esa intervención, me pusieron la anestesia general. Se supone que al salir me pasarían a la Unidad de Cuidados Intensivos, pero en medio de lo dormida que estaba vi que me llevaron a la habitación y que mis papás estaban ahí muy felices. No supe qué pasó.
Al otro día me dijeron que no fue necesaria la intervención. ¿Por qué? ¡No sé! El médico dijo que el tórax había estado cerrado. Nos explicó que los pulmones tienen una capa que se llama pleura. Esa capa no dejó que abrieran e ingresaran al tórax, a lo que protege mis pulmones. Wow ¡increíble!
Mi propio cuerpo dijo: “no me hagan nada, estoy bien”. Fue Dios. En ese momento me quitaron el tubo y salí del hospital. Desde ahí no he vuelto a tener un neumotórax, ya han pasado cinco años y me siento muy bien. Según los doctores tengo ese diagnóstico de que me pueden crecer bolitas en el cuerpo, pero yo no lo acepto y no lo creo. Reprendo con fe en Dios y sé que esas bolitas no van a volver a salir en mi cuerpo.
Sanidad total
Este proceso fue una sanidad interior más que física. La enfermedad del cuerpo fue debido a la enfermedad que tenía en mi interior. Fue una prueba para confiar en Dios, para entregarle todo. Y esas hospitalizaciones me dejaron ver quién era Dios El todopoderoso porque pudieron pasar muchas cosas, por eso todos los días que me levanto le doy gracias a Dios por darme vida.
Con mi testimonio quisiera compartir dos cosas: Primero, cuando nos sintamos inseguros recordemos 2 Corintios 12:9: te basta con mi gracia pues mi poder se perfecciona en la debilidad. La gracia de Dios es algo que nos merecemos pero Él nos da para que vivamos en ella. Yo vivo en esa gracia de Dios.
El segundo punto es que Dios siempre llega a tiempo. En las pruebas y en todo en la vida. Él llegó a tiempo cuando yo estaba deprimida, cuando sentía que mi vida no tenía sentido, cuando quería morirme. También llegó a tiempo en mi enfermedad y en mis sueños.
No solo llegó a tiempo, sino que va a estar ahí hasta el fin del mundo como dice en Mateo 28:20.
Fotos: Archivo particular.