Todos podemos contar alguna historia de una ocasión donde alguien nos tendió una mano. Ayudándonos a hacer algún arreglo en la casa, cuidando de nuestros hijos, dándonos una oportunidad laboral, ministerial o simplemente haciéndonos sentir que somos útiles e importantes para esa persona. Vivimos rodeados de ‘exitismo’. Eres porque sobresales.
Pero no eres por quien eres, sino por qué haces. Y sinceramente, creo que no es la visión de Reino que Dios tiene para nosotros. No nos creó para que le mostremos a otro nuestros propios logros como sinónimo de una exitosa carrera para alcanzar mis logros egoístas y humanos. Vivimos… o deberíamos vivir para tenderle una mano al necesitado sin que la otra mano sepa qué hace la primera.
Cuando conocí a Cristo, a través del testimonio de un excelentísimo hombre de fe, comencé a comprender la nueva dimensión en la que viviría. Ya no más mis egoístas necesidades superfluas y reales, sino una mirada puesta en Cristo. Dios que se hizo hombre, que teniéndolo todo vino a no poseer nada, y que frente a esta situación además pagó por mis intolerancias, mis vanos orgullos, mis desagravios a quienes no alcanzan a vivir diferente, mis desprecios a aquello que no entiendo. En una sola palabra, mis pecados.
Pienso que tener éxito es recordar de dónde nos sacó Dios, agradecerle por su pericia y por las personas que Él usó para bendecir mi vida. No me agrada la mano llena de anillos costosos y pulseras de oro, con relojes con brillantes incrustados que no pueden expresar amor por la mano pelada, sin ornamentos y que muestra el desgaste del trabajo diario. Me gustan las manos que acarician, que dan fuerza y ánimo. Que palmean mis hombros y me dicen: “Un paso más. ¡Vamos juntos y llegamos a la meta!”. Y esa la sensación que tengo de Jesús y de aquellos que me tendieron una mano en tiempos de necesidad.
En todo tiempo ama el amigo; para ayudar en la adversidad nació el hermano, dice Proverbios 17:17. Cuando uno es extranjero, el encontrar contención y ayuda es un preciado tesoro. Nuestras amistades se convierten en nuestra familia, le dan sentido a la comunidad pequeña. Esto genera colaboración desinteresada por el bienestar de otra persona. Así también sucede cuando nos arrimamos a una comunidad de fe. El salmo 133 dice:
¡Cuán bueno y cuán agradable es que los hermanos convivan en armonía! Es como el buen aceite que, desde la cabeza, va descendiendo por la barba, por la barba de Aarón, hasta el borde de sus vestiduras. Es como el rocío de Hermón que va descendiendo sobre los montes de Sión. Donde se da esta armonía, el Señor concede bendición y vida eterna.
Por: Esteban Fernández. Pastor y presidente para América Latina de Bíblica Internacional Co.
Foto: Eduardo Zapata / Revista Hechos&Crónicas