Muchos hemos oído decir que “El cristianismo no es tanto una carrera de velocidad; más bien parece una carrera de resistencia”. Y es a lo largo de esta carrera que los creyentes encontramos el propósito que Dios tiene para nuestras vidas.
De igual manera, a medida que avanzamos, en algún punto tomamos la decisión de servir al Señor. Poco a poco Él nos ha ido moldeando para poder ser útiles para su obra; adquirimos cimientos firmes y debido a nuestra evidente imperfección, aprendemos a depender manera absoluta de Dios. Ya no tenemos que sentarnos a esperar a qué va a pasar con nuestras vidas, sino que podemos acercarnos a Él para recibir sus instrucciones con prontitud.
¿Por qué no estoy sirviendo? Toda la creación de Dios es maravillosa y nosotros no somos la excepción. Además del cuerpo físico, nuestro Creador nos ha dotado de dones y talentos. No existe una sola persona en el mundo que carezca de ellos. Cabe aquí entonces la pregunta, ¿y para qué los tengo? Si tuviera un propósito meramente superficial, podríamos decir que es para tener fama, ganar dinero, tal vez para tener poder o, por el contrario, para dejarlos intactos, para esconderlos o incluso avergonzarnos de ellos.
Todos estamos llamados a servir, pero como no todos lo hacemos, al final, esto se traduce en una menor cantidad de siervos en relación con el grueso de la comunidad de creyentes. Pero, ¿por qué sucede esto? La respuesta es increíblemente simple: porque no todos tenemos la disposición de hacerlo.
Los dones y talentos que Dios nos ha concedido buscan no solo el bienestar propio sino el de la comunidad (1ª Corintios 14:4-5). La motivación correcta siempre debería ser la que dicta el segundo mandamiento más importante de la Ley de Dios: Ama a tu prójimo como a ti mismo.
Una vez somos conscientes de lo anterior, podemos decir que la madurez espiritual, los dones, los talentos y la experiencia vivida son regalos invaluables que no deben enterrarse sino que deben ponerse a producir.
Y ¿cuánto deberían producir? Bueno, eso lo responderá el Señor con sus obras a través de nosotros. Nosotros simplemente ponemos nuestras vidas a su disposición y Él se encarga del resto porque Él ama a su iglesia.
La importancia de servir
En la conexión directa con nuestro Dios en espíritu, alma y cuerpo, nos damos cuenta de que no podemos desconocer que también estamos en esta tierra para desempeñar un papel protagónico dentro de la comunidad de creyentes que han sido elegidos soberanamente para buenas obras.
Gracias a la renovación de nuestra mente, entendemos que él ha cambiado nuestro lamento en baile y las tumbas en jardines; que el más grande no es quien da las órdenes sino el que sirve. A este nuevo sistema de pensamiento debemos incorporar el hecho de que el servicio nunca debería ser una carga sino un deleite.
Entonces, nuestro claro propósito será el de mostrar a otros la gloria de Dios a través de nuestras vidas y cuando eso suceda, seguramente ya estaremos sirviendo en el lugar preciso que nuestro Señor tenía preparado para nosotros.
Ahora, se trata de un proceso y no de generación espontánea. Lo primero es tener la identidad clara en dos sentidos: como hijos de Dios y como parte de una congregación. Luego, debemos sacar el máximo provecho de las herramientas que la misma iglesia genere para sus miembros sigan creciendo y puedan servir con entendimiento y, de no existir esos elementos, sería esencial que nosotros mismos, guiados por el Espíritu Santo, los generemos. Por último, debemos colocar al servicio de los demás creyentes lo que hemos construido y desarrollado en nuestras vidas.
Al decir que es un proceso, nos referimos a que vamos a ir paso a paso, sumergiéndonos en la maravillosa tarea del servicio, conociendo a diferentes personas, reconociendo en ellos también el equipamiento que Dios les ha otorgado y apoyándolos para que sus vidas y servicio se acerquen a la medida que el Señor dispuso.
Por otro lado, debemos tener presente que nuestro servicio requiere que seamos responsables independientemente de la tarea que se nos delegue; es decir, debemos hacer las cosas de la mejor manera posible y oportuna, recordando que las hacemos para Dios.
Esta debe ser una constante en todo lo que realicemos a nivel secular, pero también dentro de la comunidad de los creyentes en general y de nuestra congregación en particular.
Finalmente, el desafío es que juntos aumentemos este privilegiado grupo de servidores de cada congregación, y quienes aún no estén vinculados a una iglesia de sana doctrina, que el Señor los guíe a una que les permita, a la mayor brevedad, comenzar el proceso de preparación para lo que un día haremos en el cielo por siempre: servir y adorar a nuestro Dios.
Por: Fausto Puerto. Docente de las asignaturas Hermenéutica y Homilética de la Unidad Educativa Ibli – Facter
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