La respuesta del corazón herido

por Revista Hechos&Crónicas

El siguiente es el relato de una mujer que después de años de tener un corazón herido, un día pudo ser restaurado. Es un ejemplo de cómo cada uno de nosotros puede sanar las heridas y reemplazarlas por el amor de Dios.

Las lágrimas brotaban de mis ojos como un torrente desaforado y quemaban mis mejillas por la tibieza de su sal y por el fuego que habitaba en ellas. No eran las lágrimas en sí, era la razón que las provocaba.

Aquella tarde, sentadas en un café, pusimos las cartas sobre la mesa y hablamos como nunca antes pudimos hacerlo. Era un poco irónico estar ahí sentadas, pues aunque era un lugar de todo mi gusto, era un lugar completamente atípico para ella. Mi madre detesta el café, pero esa tarde prefirió tomar uno bien cargado como si se tratara del más fuerte de los licores o como si la amargura de su sabor le diera la fuerza para soltar las palabras que debía decir.

Por primera vez en la vida dejó de negar todo lo que nos había ocurrido desde el mismo momento en que supo de mi existencia en su vientre y me narró paso a paso, detalle a detalle lo que tuvo que vivir. Todo el sufrimiento en su cuerpo y en su corazón, las horas fuera de casa y todas las veces que tuvo que ausentarse por meses de mi lado intentando asegurarme un futuro más tranquilo.

Describió suavemente las humillaciones que vivimos las dos. La vida no es fácil para una madre soltera, y aunque mis abuelos, sus padres, me acogieron en diferentes oportunidades, sentimos el dolor del rechazo que penetraba en lo más profundo de nuestras almas.

Me pidió perdón por todas las veces que tuve que encargarme de la casa, aun siendo una niña. Por las veces que se iba hasta largas horas de la noche y yo tenía que llegar sola del colegio, ocuparme de las tareas y de la comida y acostarme sola. Me pidió perdón por todas sus fallas y desde el fondo de mi corazón, la perdoné.

Cuando terminó de hablar, los bombillitos de luces amarillas uno junto al otro hacían que sus lágrimas brillaran con más nitidez, las plantas delicadamente colgadas en la pared me hacían pensar que estábamos en medio de una selva esperando a ser devoradas por el más feroz animal salvaje. De hecho, el dolor en medio de mi pecho me hacía sentir atacada por una fiera.

No supe qué decir. Ni una palabra salió de mi boca. Solo atiné a abrazarla. Cuando pudimos calmarnos le pedí perdón. Tantos años de resentimiento y dolor parecían haber sanado en ese instante. Le pedí que perdonara mis años de reproches y altanería, por no haberla visto como una autoridad y haberme creído superior.

Poco a poco fuimos recobrando la cordura… después de años de no haber podido conectar nuestros corazones, fuimos capaces de sincerarnos. Nos dijimos todo, pero sin reproches. La verdad salió a la luz, pero esta vez no como un grito a la cara en medio de la más terrible discusión. No. Esta vez la verdad salió en medio del más profundo amor. Y pudimos sanar.

La actitud tosca y grosera que me acompañaba se quedó sin fundamento. Entendí que no es un “yo soy así, no sé decir las cosas de buena manera”, era un corazón lleno de amargura, de recuerdos dolorosos y de temor el que me llevaba a relacionarme mal con el resto del mundo.

La raíz de amargura

Muchas veces, no tenemos la capacidad de sacar a la luz esa raíz de amargura que llevamos en el fondo. Muchas otras, sencillamente damos por culpable a alguien más, sin comprender que el corazón debe ser sanado por quien lo porta en el pecho, no por quien lo lastimó.

Esta vez fue la madre quien tomó la iniciativa y por eso la hija pudo sanar. Definitivamente fue algo dictado por Dios para restaurar su vida y su corazón, pero ¿cuántas personas hay que no tienen la oportunidad de sanar de la misma forma? Repasando este relato recordé un libro, “El fruto eterno”. Allí, el pastor Darío Silva-Silva expone lo que significa esa raíz amarga que carcome y por qué necesita ser sanada:

“La llamada ‘raíz de amargura’ nace directamente en el corazón, proviene de una semilla maldita plantada en el surco del ser interior y que, al sacar a la superficie ramas y frutos, perjudica a otros.

Lo que solemos llamar un “amargado” es el que tiene sembrada la raíz de amargura. El amargado sufre un problema de auto-rechazo, no se acepta a sí mismo, menosprecia y, a veces, odia su propia persona. Esa raíz de amargura produce un árbol que se llama resentimiento. Y esa raíz de amargura que ha generado el árbol del resentimiento, culmina su obra con un fruto que se llama “falta de perdón”.

Hablando con lógica y franqueza, a veces la raíz amarga se origina en el inconsciente. Traumas producidos en la niñez, problemas aparentemente olvidados, metas frustradas, ideales perdidos, sueños rotos, etc., pueden ocasionarla. Por eso es tan importante el ministerio de la sanidad interior, que es, escuetamente, un sistema de psicología cristiana. Una investigación minuciosa, acompañada de oración y ayuno, bajo guía del Espíritu Santo, permitirá ubicar la raíz amarga para poderla arrancar del corazón. Tal operación es dolorosa pero absolutamente necesaria. La amargura enraizada en el ser humano termina por contaminar y destruir a otras personas, casi siempre las más queridas”.

Muchas de las respuestas toscas y groseras que hemos dado o recibido corresponden a corazones heridos, llenos de llagas y amargura, de miedo y dolor que reaccionan a palabras o acciones no por lo que son, sino por lo que recuerdan, consciente o inconscientemente.

¿Qué corazón herido puede responder con amor? Bien dice la Biblia que de la abundancia del corazón habla la boca. (Mateo 12:34). Dar prioridad a la sanidad del corazón no es un tema opcional, es casi una orden divina, para que al momento de relacionarnos con el resto del mundo tengamos amor para dar y no odio, y que nuestras palabras y nuestra vida sean un reflejo del amor y la misericordia de Dios. Como dice la Palabra: Hebreos 12:15: Asegúrense de que nadie deje de alcanzar la gracia de Dios; de que ninguna raíz amarga brote y cause dificultades y corrompa a muchos (…) que sus palabras contribuyan a la necesaria edificación y sean de bendición para quienes escuchan. Efesios 4:29.

Por: María Isabel Jaramillo – @MaiaJaramillo

Foto: Kelly Sikkema // Unsplash

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